En este lugar, a la misma hora en que se ha hecho la foto, pero 31 años antes. |
Mas que el ruido, fue la onda
expansiva la que nos sacó literalmente a toda la familia de la cama. Mi padre,
sin siquiera asomarse a la ventana intuyó lo que acababa de pasar. En pijama,
con una cazadora de la época estilo aviador y las zapatillas de felpa, me
lancé a la calle con la cámara de fotos, una Olympus que aún conservo. Mi casa en la calle Caracoles, estaba situada
a unos 150 mts. lineales del cuartel y no sufrió más daño que la rotura del
cristal del portal, ya que se encontraba protegida por otros edificios. Cuando me encaminé
por la calle José Oto en dirección al cuartel, el espectáculo cambió
radicalmente: todo el suelo estaba lleno de cristales, aluminio de los cerramientos,
macetas, ropa, cortinas y objetos de todo tipo. El ambiente sonoro era una mezcla de llantos,
gritos de dolor y desesperación y rabia mucha rabia, puesto que todos los que
estábamos en la calle o asomados a las ventanas eramos conscientes de lo que
había ocurrido. Si alguien preguntaba que había pasado, la respuesta era unánime: ¡ El cuartel, han volado el cuartel ! Las alarmas de todos los coches, suplían la ausencia de sirenas de
ambulancias y policia.
Muy poco me costó llegar al
callejón entre la lechera y la fábrica de aceites, por donde hacía muy poco tiempo había huido el asesino, y encontrarme en una nube de
humo, polvo y niebla junto con otras tres o cuatro personas más que no
acertábamos a actuar de una manera coherente. Recuerdo un intenso, muy intenso
olor a neumático quemado. Ante mí,
ruinas polvorientas y humeantes bajo las cuales intuía que había
personas. Enseguida empezaron a llegar policías, bomberos, sanitarios y me alejé de allí,
sin mover una sola piedra, sin hacer nada, ni tan siquiera una fotografía.
Esta foto la hice después, creo que la misma tarde del día 11 |
Me acordé de mi amigo Carlos
Grasa, que vivía justo enfrente del cuartel. Subí a su casa andando, puesto que
los ascensores estaban estropeados por la explosión. La subida hasta su
vivienda fue terrible. Toda la escalera estaba llena de gente sangrando, gritando de
rabia, gritando de miedo, llorando, maldiciendo, buscando a los restantes miembros de su familia.
Todas las puertas estaban abiertas, mejor dicho, desencajadas, los techos de
escayola por el suelo y ninguna ventana con cristales; con la niebla, el humo y
el polvo del cuartel mezclándose con el polvo y ruido de los destrozos de la propia
escalera. Al llegar a su casa, Carlos me recibió en pijama, al igual que su
madre. No tenían ninguna herida, pero
en la habitación de Carlos nada estaba en su sitio. Todos los libros , estanterías
y armarios estaban en suelo o por encima de la cama. Milagrosamente mi amigo
solo recibió el golpe, siempre cariñoso, de algún libro. Carlos opinaba, al igual que mi hermano
que lo más seguro es que fuera un posible
polvorín o arsenal del cuartel lo que había estallado. Después de esto creo que
volví a mi casa, donde mi hermano Angel, dentro de su retórica antisistema, volvió a
exponer su teoría del polvorín. Creo que le dí una muy mala contestación.
Tampoco había otra.
Esa mañana para ir a mi trabajo en
la Pza. de Santa Cruz, creo que dí una vuelta muy grande para no pasar por la
avenida de Cataluña, aunque sí recuerdo haber visto el motor del R-18 cerca de
una acera de esta avenida.
A mediodía vino a comer a casa Carmelo, su mujer y sus
dos hijos, uno de ellos compañero de clase de mi hermano Miguel. Carmelo era el
guardia civil de puertas que dió el relevo a su compañero, minutos antes de la
explosión. Vivía en la avenida de Cataluña, a escasos 50 mts del propio cuartel. Justo al
cerrar la puerta de su casa sonó la explosión, que la dejó destrozada. Como también lo dejó destrozado a él a su mujer y sus dos hijos
Hacia un tiempo que se había librado milagrosamente del atentado de San Juan de los Panetes.
Fue una comida
en silencio, con una sopa caliente acompañada de muchas lágrimas.